viernes, 24 de abril de 2015

Robo de niños o el rumor y sus efectos


            Recientemente en algunas zonas del sur del Distrito Federal se ha desatado una serie de historias sobre supuestos casos de robos de niños. En concreto, en la delegación Coyoacán el fenómeno adquirió relevancia desde el momento en el que se registraron varias jornadas de protesta llevadas a cabo por algunos habitantes en la que denunciaban –sin ninguna prueba concreta (nombres, denuncias legales, etc.)- que varios niños habían sido secuestrados y exigían la intervención de las autoridades. Días después en la delegación Magdalena Contreras, sin que se hubiesen registrado protestas vecinales al respecto sino a partir de información difundida en redes sociales según dice la prensa, un grupo de habitantes atacó a un padre de familia afuera de una escuela porque se le acusaba de ser robachicos. Estos casos son un clásico ejemplo de llamado pánico moral: situaciones, personas o grupos que son identificados como amenazantes de ciertos valores o intereses sociales y los casos son presentados por medios o por figuras autorizadas de la comunidad de forma estereotipada y desmesurada, cargada de valoraciones morales y sentencias que nublan la capacidad de observar la realidad objetiva y ecuánimemente. Una de las consecuencias del pánico moral es la polarización en la opinión pública que, en estos casos concretos incluye al bando de los que defienden que eso es real (o que las protestas son justificadas) y al bando de quienes sostienen que sólo son rumores (pero que desestiman la reacción y las razones del entendible miedo de la gente). Lo curioso es que ambos tienen algo de razón, pero ambos son imprecisos.
            Hasta el momento, no hay ningún caso concreto demostrable de robo, secuestro o afectación de niños que esté directamente vinculado con los episodios de protesta y agresión, es decir, que todo este despliegue de reacciones está basado en rumores. Pero los rumores son algo suficientemente serio como para ser desestimado, no tanto por el contenido literal (que también importa), sino por lo que muestran en tanto síntoma de algo más profundo. Primero, porque los rumores apelan al miedo fundado de la gente ante un problema muy real de inseguridad y violencia cotidianas y segundo porque los rumores también son un dispositivo de control social, especialmente durante tiempos de confusión e inestabilidad.
            En este sentido, no se trata de ignorar y menospreciar la reacción de la gente -una reacción de miedo perfectamente real y justificado- ante un rumor, sino analizar en qué condiciones surge y se instala ese rumor. En este caso, el rumor de robo de niños ha surgido muy visiblemente en la antesala y principio formal de las campañas electorales para elegir jefes delegacionales y diputados locales y federales en el Distrito Federal. No se puede comprobar que los rumores sean parte sucia de las campañas (porque yo no estoy en campo trabajando ni la zona ni los procesos políticos de estas zonas), pero sí se puede decir que es muy común el uso político de este tipo de rumores en contextos de disputa entre grupos o partidos o de confrontación de grupos con las autoridades. Al respecto, sólo hay que revisar las declaraciones de autoridades y personajes partidistas para ver que estos casos están mostrando que tienen (probable intención y) efectos políticos muy claros: el Jefe de Gobierno, el Secretario de Seguridad Pública del D.F., la candidata de Morena a la delegación Coyoacán, López Obrador, etc., y todos asumen que “alguien” los quiere perjudicar a ellos.
            No es imposible saber cuándo y de dónde surge un rumor, pero ello requiere un trabajo más amplio directamente en la zona afectada que si alguien quisiera podría llevar a cabo; lo que quiero decir es que es factible hacer una caracterización del contexto y de los actores involucrados para averiguar qué pugnas hay en este momento, qué recursos están bajo amenaza, qué relación hay entre la comunidad, los grupos políticos y las autoridades, etc. No obstante, cabe suponer que en un primer momento estos rumores fueron alentados a partir de una intención política en el marco de las campañas políticas tanto para afectar rivales como forma de reacción ante la amenaza de perder cotos de poder, especialmente en los tradicionales esquemas clientelares que son, ya lo sabemos, mecanismos de control y mediación política no sólo en el Distrito Federal.
            Vemos entonces que en éste como en muchos otros casos similares, que pueden derivar en violencia colectiva, hay un grado considerable de cálculo o planeación (aunque personalmente no estoy plenamente convencida de usar esta palabra), es decir, no son sucesos espontáneos. Esto ya ha sido discutido por varios autores, como Charles Tilly en su clásico libro Tilly The Politics of Collective Violence o más recientemente Javier Auyero, quien analizó los motines ocurridos en Argentina en el 2001 a la luz de la relación entre líderes políticos locales y cuerpos policíacos. De cualquier modo, hay que tener mucho cuidado de no asumir entonces que todo caso de violencia colectiva está planeado o coordinado; hay muchos casos también en los que la acción o la violencia se desata súbitamente sin que exista ninguna organización, como los brutales casos de linchamiento a asaltantes de transporte público en flagrancia que ocurren con cierta frecuencia en la zona fronteriza entre el Distrito Federal y el Estado de México.
            Lo grave no es sólo el uso de esta clase de rumores con una intencionalidad política, sino que lo más peligroso es el efecto que esto puede causar. No es lo mismo que la gente salga a la calle a protestar a que la gente intente linchar a una persona inocente, aunque sean parte del mismo fenómeno. El mecanismo del chivo expiatorio opera simbólicamente en varias dimensiones de la vida social en momentos de crisis y conflictos, pero hay algo muy alarmante cuando ocurre el tránsito de lo simbólico a lo real, cuando se le pone rostro y nombre al enemigo imaginario.
            Ante estos hechos, correspondería a las autoridades no sólo desmentir los supuestos delitos contra niños con datos duros sino evitar utilizar las respuestas tipo “no tenemos ninguna denuncia” como una forma de defenderse y excusarse de la falta real de estrategias para afrontar los rumores y sus efectos y, más todavía, para garantizar la seguridad de la población. Una cosa es que los linchamientos no se puedan predecir y otra muy diferente es que no se puedan prevenir. 

jueves, 26 de marzo de 2015

Ayotzinapa, seis meses después

He estado piense y piense. ¿Qué decir seis meses después de la ominosa noche de Iguala sin sonar banal, reduccionista o injusta? Ya no me basta decir que me duele, como tampoco me basta decir que fue el Estado. No me alcanzan las palabras para atreverme a describir la pena de las madres y los padres y compañeros de los muchachos y a partir de eso, mucho de lo que ahora leo al respecto me parece casi nimio. Sin embargo, sigo creyendo indispensable la memoria y la reflexión. La memoria, recordarlos, no olvidarlos, porque esa es la raíz de la justicia que nosotros podemos construirnos. Y la reflexión, porque lo sucedido con los muchachos de Ayotzinapa sintetiza (aunque no agote y aun con sus particularidades) la violencia que se padece en este país, especialmente la violencia de la que son objeto la mayoría desposeída, los más vulnerables y los menos privilegiados y que es una violencia promovida, auspiciada y perpetrada, sí, por el Estado. Como hace casi 20 años, cuando ocurrió la masacre de Acteal, con Ayotzinapa he quedado largo rato perpleja, sintiéndome sin la capacidad suficiente para esclarecer cómo es posible que estos crímenes puedan seguir sucediendo ante la mirada indiferente y cómplice de muchos. Será por eso que, de muchas formas, he optado siempre por hacer lo que me es posible para no traicionar la memoria de todos estos nuestros muertos. Será por eso que, a pesar de lo inútil que pueda parecer, he seguido un camino para poder(me) explicar la violencia que se nos ha instalado desde hace ya un rato, para no sentir que es algo normal, que es una costumbre, que así somos o que es nuestro destino.