martes, 11 de abril de 2017

El caso Perelló y por qué no es un linchamiento mediático

Pasé varios años analizando el linchamiento como fenómeno de violencia colectiva y sus singularidades en el México reciente. La investigación que resultó para mí es apenas un pedazo pequeño de una realidad lacerante de un país profundamente injusto. Con base en algunos resultados de mi trabajo, estoy en condiciones de afirmar que: 1) el linchamiento tiene un carácter heterogéneo, lo que significa que independientemente de compartir una estructura común, el contexto y el actor colectivo no es siempre el mismo; 2) que es equivocadamente interpretado como una expresión de falta de modernidad, un acto cometido por sujetos “sin ley” y es también equivocada la afirmación de que los linchamientos son parte de los “usos y costumbres” de los pueblos originarios; 3) el linchamiento en México es una maniobra desesperada ante la necesidad de seguridad y sobrevivencia en los márgenes, que la población que ahí habita no se niega a vivir dentro de la ley, sino que su experiencia con la legalidad estatal está plagada de arbitrariedad, ilicitud, atropellos y abusos, lo que provoca la emergencia de estrategias extralegales de violencia para enfrentar las injusticias; 4) que es una forma ritualizada de violencia desplegada en un espacio público que se vuelve el escenario de una representación espectacular de un castigo ejemplar y en este acto-performance (que no es planeado) se sintetizan un conjunto de percepciones y experiencias acerca del miedo, la (in)justicia, la (i)legalidad, entre otros problemas que se viven en los márgenes y 5) que los medios de comunicación en México han hecho de la violencia un producto para el entretenimiento, donde actos de violencia ligados a la criminalidad y la inseguridad son vueltos un espectáculo mediático en el que se perpetúan otras formas de violencias de índole variada, se naturalizan, normalizan y repiten como parte del repertorio de actitudes cotidianas; la narrativa mediática de las violencias impulsa ideas y estereotipos —un contenido simbólico— que contribuye a organizar la experiencia social y por lo tanto influye en las ideas sobre lo que es o no justo, legal y legítimo.
Con esta apretada síntesis sobre el fenómeno de los linchamientos en nuestro país lo que busco es dejar en claro que mi conocimiento acerca del tema está basado en un análisis que fue un poco más allá de las opiniones o del uso más común del término. Mi investigación no abarcó el llamado “linchamiento mediático”, pero me gustaría decir, desde mi experiencia de análisis de los linchamientos reales, algunas cosas al respecto, especialmente a partir de que en los días pasados he notado el uso del término en el caso de Marcelino Perelló y cómo trascendió en las redes sociales lo que él dijo sobre la violencia sexual en contra de las mujeres en uno de los programas de radio que encabezaba, así como las consecuencias de sus dichos.
Igual que el linchamiento real, en México el linchamiento mediático no ha sido suficientemente analizado. Esto significa que hacen falta estudios en los que se caracterice el fenómeno de la manera más completa posible: qué es un linchamiento mediático, cuál es la estructura general que tiene, qué actores están involucrados y en qué contextos sucede, qué diferencias o similitudes tiene tanto con el linchamiento real como con otros fenómenos colectivos a nivel mediático, entre otras muchas preguntas.
No voy a repetir los detalles del caso Perelló aquí pero haciendo un resumen la cosa fue así: Perelló, un personaje público cuya fama reside en haber participado en el movimiento estudiantil de 1968, ser profesor universitario en la Facultad de Ciencias de la UNAM y haber encabezado un programa de radio en la emisora de la misma universidad desde hace más de diez años, tuvo a bien, en una de las emisiones de este programa, expresar una serie de opiniones repudiables acerca de la violación (caso Daphne), el acoso callejero (casos Tamara de Anda y Andrea Noel), las denuncias que se han hecho al respecto (sobre lo que es o no, según él, una violación) e incluso juicios procaces acerca de las víctimas de estos delitos. Una parte de los dichos de Perelló fueron difundidos en redes sociales días después de dicha emisión y, como era de suponerse, causaron gran indignación. Una gran parte de las usuarias y usuarios de redes sociales expresaron su repudio y enfado ante lo dicho por Perelló, no por la vulgaridad en sí (que fue de suyo bastante desagradable), sino porque evidenció la normalización de las violencias machistas que persiste en un buen número de varones: decir que la violación es tal única y exclusivamente si es cometida con el pene (“Si no hay verga, no hay violación”) , que hay mujeres que sólo han sentido orgasmos mediante una violación, que las mujeres usan faldas cortas para llamar la atención de los varones (de lo que se deduce que “las hijas de la chingada” no deben quejarse de los “piropos” callejeros), entre otras cosas. A las pocas horas, las autoridades de Radio UNAM anunciaron la cancelación del programa de Perelló como consecuencia de lo ocurrido.
Otra parte de los usuarios de redes sociales consideró que Perelló fue víctima de un linchamiento mediático, que se le estaba censurando y se estaba contraviniendo su libertad de expresión y aquí es donde me gustaría hacer algunas precisiones. Reiterando que no existe suficiente análisis acerca del concepto linchamiento mediático, en mi opinión el caso de Marcelino Perelló no es tal. A continuación intentaré explicar mis razones.
Se requieren más estudios acerca del papel de los medios de comunicación y las redes sociales en contextos de denuncia o sanción social tanto de delitos como de actividades o comportamientos que, sin ser propiamente delitos tipificados, son considerados como agravios morales (en el sentido que le da, por ejemplo, Barrington Moore), como apología de violencia, etc. y, por lo tanto, son objeto de un amplio rechazo. Se requiere además que los estudios estén situados en la realidad de México y realizar a la par un ejercicio comparativo con lo que sucede en otras latitudes con el fin de hallar similitudes y diferencias. Debemos partir del hecho de que el uso masivo de dispositivos conectados a Internet y el acceso a redes sociales ha provocado una transformación importante en las formas de participación social especialmente en lo relativo a las formas de exigencia de derechos y de justicia, al mismo tiempo que ha influido en los modos de comunicación y relación de la población con los actores gubernamentales y con las instituciones públicas y privadas, con los periodistas y las empresas, etc.
Al mismo tiempo, una parte del discurso neoliberal ha promovido que los ciudadanos se vuelvan responsables de su propia seguridad, es decir, una especie de privatización de la protección, bajo el argumento de que la población debe, además de ser todavía más participativa y democrática (lo que sea que esto signifique), asumir tareas varias para restarle presión al Estado, cada vez más escuálido y más rebasado ante las violencias y los riesgos permanentes de todo tipo. De igual forma, otra parte importante de la gobernanza neoliberal enfatiza la necesidad de que los ciudadanos se conviertan en agentes que vigilen y exijan transparencia (accountability) en las acciones y decisiones de gobiernos y de actores del sector privado.
En este entorno, una parte importante de quienes participan en las movilizaciones digitales (por llamarle de algún modo a las acciones de denuncia, protesta o exigencia que se realizan digitalmente) lo hace con legítimo interés y con una intención abierta y clara: expresar su indignación ante lo que considera malo, injusto, reprobable, etc. Pero existe también otro lado de este fenómeno, que involucra a personas y/o estructuras que movilizan a personas para crear escándalos o para acallar a las otras movilizaciones; de ello no voy a hablar ahora pero existen ya muchos trabajos que han documentado la forma en la que operan los llamados bots o los grupos generadores de acoso y violencia online.
Quisiera centrarme exclusivamente en casos como el de Perelló, es decir, casos en los que una figura pública comete una falta o tiene comportamiento que resulta rechazable para una parte importante y es exhibido -y con exhibido quiero decir que se difunde en redes sociales el hecho-, lo cual genera una reacción masiva y que tiene consecuencias directas para dicha persona. No voy a hablar de casos de personas que no son figuras públicas, porque eso implica otras consideraciones y desenlaces.
Perelló es una figura pública, es decir, no es una persona desconocida a la que sorprendieron casualmente cometiendo una falta o escupiendo improperios en una calle oculta y oscura. Este personaje dijo lo que dijo al aire en un programa de radio. En este sentido y aunque la reacción a sus dichos no ocurriese en el preciso momento en el que él los emitió, lo cierto es que lo hizo a la luz de todos, fue una acción pública. Días después un fragmento de lo que él dijo se divulgó en redes sociales y el caso se viralizó. Uno de los argumentos de quienes han salido en defensa de Perelló es decir que “una muchedumbre” había salido a “lincharlo”, tratando de equiparar la difusión del fragmento en redes sociales como un llamado para castigar o someter al susodicho. Por lo que yo he observado en años recientes en medios de comunicación y redes sociales, cuando una figura pública (políticos, periodistas, personajes del espectáculo o la cultura, etc.) es criticada fuertemente a nivel mediático por sus dichos o hechos generalmente alega que se ha cometido un “linchamiento mediático” en su contra como una forma de victimizarse ante la andanada de comentarios negativos y juicios de rechazo que reciben por sus acciones.
En el caso de Perelló, la reacción y protesta digital no buscó hacer justicia por mano propia; la gente que expresó su indignación no pretendió sustituir a ninguna autoridad para ejercer una pena al margen de la ley sino que, por el contrario, lo que exigió fue precisamente la intervención de las autoridades correspondientes para que fuesen ellas las que ejercieran su función de sancionar al personaje. La movilización digital no buscó actuar por encima del Estado ni en contra de la justicia legal; no fue encabezada por vigilantes o grupos o actores anónimos que realizan acciones digitales violentas o de acoso (como sí lo hacen otros grupos mencionados antes) ni en nombre de nadie, ni ejerciendo una venganza (aunque quienes apoyen a Perelló confunden las consecuencias de sus dichos –la cancelación del programa- con una suerte de venganza colectiva, lo cual es impreciso); tampoco se publicaron en sitios públicos detalles personales de Perelló para atacarlo más (datos privados) ni mucho menos la visibilidad que lograron los dichos de Perelló fue producto de una estrategia de abuso, coerción o uso de poder (sus palabras fueron dichas al aire).

Falta todavía mucho por estudiar y reflexionar colectivamente acerca de las implicaciones de las acciones de denuncia digital. Especialmente, falta caracterizar mejor en qué consiste, qué actores participan y la diferencia de contextos, cuál es el papel de los medios y las autoridades, entre otras cosas. Hay muchas preguntas que tenemos que responder con respecto a este fenómeno, pero mientras eso sucede considero importante no dejar pasar los casos que adquieren mayor relevancia mediática para comenzar a discutir al respecto. 

sábado, 18 de marzo de 2017

Acoso callejero y castigos "excesivos"

Estimado Pepe:
Aquí escribí algunos aspectos de lo que me preguntaste ayer sobre el caso de Tamara de Anda y el episodio de acoso. No agota ni pretende hacerlo toda la cuestión sino son únicamente algunas ideas sobre mi posición al respecto. Tampoco espero que agote el diálogo. 

Piropear-acosar verbalmente es un acto de violencia, ya todos lo sabemos. Es una forma de violencia que a pesar de su aparente no fisicalidad (ay, nomás gritó “guapa” o una guarrada, no la tocó), no deja de ser una forma de agresión, en tanto expresa su opinión de la apariencia –que generalmente va de la mano de una connotación sexual (me gustas, estás buena, desearía cogerte…)- de una mujer sin que ésta la pida.
Ahora, pasemos al tema de las sanciones al acoso callejero. También sabemos todos que ya es considerado legalmente una falta. Desconozco cómo fue el debate político-legislativo que produjo esta realidad, pero así es. También desconozco el debate jurídico-legislativo que determinó el tipo de sanciones para castigar esta falta. Pero estamos de acuerdo en que el acoso, en sus múltiples variantes, es una falta legalmente reconocida y por tanto con sanciones determinadas.
En días pasados, Tamara de Anda (periodista con una considerable fama, especialmente entre las capas jóvenes e ilustradas –y digo ilustradas no en sentido peyorativo-, entre otras cosas por su consabida posición feminista) padeció un episodio de acoso cometido por un taxista ante lo cual ella decidió denunciar y el tema se viralizó en redes sociales. Todo lo que ha sucedió en torno al caso no lo voy a repetir aunque retomaré algunas cuestiones específicas para explicar, en concreto, mi opinión sobre una de muchas aristas que tiene el tema: el análisis clase-género y su relación con la sanción ante la falta (si es o no excesiva).
La pregunta que hiciste -a un tuit mío que decía “Flaco favor le haces si crees que a un determinado hombre, por ser él mismo oprimido en términos de clase, se le debe disculpar el acoso.”- fue el siguiente: “Seguimos sin entender el exceso del castigo. Por fa, respondan a eso.”. Intentaré responder.
Con base en mi experiencia personal y de investigación, considero que el tema de la violencia (en muchas formas y de diversos tipos) que despliegan los subalternos no debe ser un tabú. En este caso concreto, partamos del hecho de que el taxista que cometió la falta es un sujeto subalterno y que por lo tanto, la sanción que le fue impuesta legalmente por la falta que cometió (acosar a una mujer, que en este caso se considera privilegiada con respecto al sujeto que la agredió) aparece o se concibe como desproporcionada.
Primer punto: la sanción no es determinada por quien denuncia, sino por el reglamento vigente, así que en este caso concreto Tamara de Anda no tiene ninguna injerencia para establecer la sanción y menos para determinar si es justa o desproporcionada. Ella decidió denunciar, esa fue su prerrogativa, pero hasta ahí, no puede hacer más. ¿O acaso no debió denunciar?
Segundo punto, que es más bien una pregunta: ¿La sanción establecida en tal reglamento es justa o desproporcionada? Insisto en que no soy abogada y desconozco los detalles de la norma (no sé si en el caso del acoso callejero existen penas mayores o menores a pasar una noche en El Torito), pero en mi opinión, para el acoso verbal creo que una sanción administrativa de ese tipo no es lo más útil para efectos de que el sancionado no repita la falta. Más que pensar en términos de “castigo excesivo”, prefiero pensar en términos de “la utilidad de la sanción”.
Tercer punto: Como ya dije, entendí que una parte del argumento de que pasar una noche en El Torito fue “un castigo excesivo” estaba relacionado con el hecho de que el taxista es, en términos llanos, un sujeto oprimido (léase, un trabajador, sin dinero ni influencias para enfrentarse a un sistema judicial que reproduce las desigualdades sociales, es decir, racista, clasista y machista, entre otras), mientras que la agraviada es una mujer privilegiada (aunque es también una trabajadora no racializada, que tiene mayores posibilidades de defenderse, de hacerse escuchar, tiene una formación que le da cierto margen para ejercer sus derechos, etc.). En pocas palabras, el argumento sería: ella está abusando de su poder en contra de un sujeto indefenso. Aquí es donde creo que la cosa se presta a confusión y manipulación (y eso por no tocar el acoso virtual del que ha sido objeto Tamara de Anda). Intentaré explicar mi posición.
Para mí lo ideal es que existiera un sistema de justicia que involucrara mucho más a la sociedad en la educación-readaptación de los sujetos que cometen este tipo de faltas bajo esquemas de trabajo comunitario, de procesos en los que tanto el infractor como la gente pudieran escucharse (me parece más sano rendirle cuentas a los ciudadanos que a un juez que jamás nos rinde cuentas a nosotros), etc. Pero partiendo de lo que realmente tenemos, lo que les queda a las mujeres que sufren acoso es o recurrir a este sistema de justicia (corrupto, ineficiente, que reproduce las desigualdades, etc.) o irnos a nuestras casas (a llorar, resignarnos o a organizar la autodefensa).
Desde mi perspectiva, la violencia ejercida por hombres en contra de mujeres es parte sustancial del sistema capitalista, que se sostiene gracias al dominio heteropatriarcal. Una cosa es que no nos guste el tipo de sanciones legalmente establecidas para castigar el acoso y otra muy diferente que debamos disculpar o no castigar el acoso si lo comete un sujeto subalterno, so pretexto de que él está siendo más oprimido en el esquema mayor del sistema capitalista. Las violencias machistas, que van desde el acoso callejero verbal hasta el feminicidio, son parte sustancial de este dominio heteropatriarcal que sostiene al sistema económico (y por lo tanto, no están del todo desconectadas de la opresión que padecen los varones subalternos). No soy ingenua y es probable que el señor taxista no conecte que la agresión que cometió tiene relación con las formas en las que el sistema económico se reproduce y que implican su propia opresión, pero no creo tampoco que se le ayude al pretender disculparlo en este caso concreto. Por el contrario, creo que pretender disculparlo es condescendiente.
Que a algunos no les guste la sanción por excesiva pues qué pena pero es lo que hay. Siempre seré de la idea de que mientras existan leyes, hay que agotar su uso. La otra es que tomemos la ley en nuestras manos y nos autodefendamos, en virtud de que las normas y el sistema judicial está podrido hasta la médula; lejos de juzgar moralmente una opción así, lo que creo es que no es lo más conveniente específicamente para contextos de violencia callejera.