domingo, 3 de agosto de 2014

Esto no es un ensayo (O notas para un inútil debate sobre literatura académica vs no académica cuando se escribe de violencia)

Elisa Godínez

Desde hace cinco años hago una investigación sobre linchamientos en México en tiempos recientes. La investigación es hecha dentro de un marco académico y específicamente desde el campo de la antropología, sin embargo, nunca he creído realmente en ni promovido las divisiones tajantes entre la academia y todo lo demás. Supongo, desde el rincón más candoroso que tiene alguien que todavía cree en los procesos de generación (¿debería decir mera reproducción, porque en términos de cultura y conocimiento nunca hay nada enteramente original ni individual?) y diálogo de saberes, que es natural y justificado mi interés por todo el material relacionado, directa o indirectamente, con el tema que investigo, desde los textos más específicamente antropológicos hasta casi cualquier texto sobre violencia, representación(es) de la violencia, etcétera, sean éstos académicos o literarios (una separación que es más artificial que real). Es verdad que me centro especialmente en literatura académica, pero no me circunscribo a ella, puesto que es obligatorio (y a veces hasta placentero, mientras que otras tantas un poco decepcionante) tener que acercarme a trabajos “no académicos” sobre los temas que analizo. Entiéndase así quién soy y a qué me dedico, un poco para poner en contexto mi lugar de enunciación.
Fue así que me topé con un ensayo sobre fotografía y violencia o, como dice en la contraportada, sobre la fotografía como acto violento y, específicamente, sobre la violencia del retrato involuntario, como lo llama su autora, Marina Azahua, es decir, de la fotografía tomada sin consentimiento de quien es fotografiado. En la librería pedí por favor que me dejaran quitarle el odioso celofán con el que desde hace años protegen los libros para poder mirar el índice, darle una ojeada rápida y ver si valía la pena adquirirlo. Para mi sorpresa, encontré un capítulo dedicado a linchamientos, lo cual me hizo comprarlo ya sin revisar mucho más, es decir, porque me convenció –y agradó- que se incluyera el linchamiento como un ejemplo relevante para discutir la relación entre fotografía y violencia.
En el momento que escribo esto todavía no he terminado de leer Retrato involuntario, he de aclarar. También debo decir que no pretendo hacer una crítica ni del contenido general del trabajo ni del estilo en sí y no por tibia, como lo dijeron por ahí, sino porque hablaré y cuestionaré desde mi lugar hoy, que es, fundamentalmente, el de alguien que hace una investigación sobre violencia, que no es crítica literaria, ni pretende hacer una crítica cultural de largo alcance al ensayo como género sino tan sólo expresar inquietudes y exponer mi posición con respecto a la narración de las violencias, algo que actualmente, lejos de ser una moda, es una necesidad.
           Comencé a leer el ensayo de forma ordenada, es decir, desde el principio, a pesar de que bien podría haber ido directamente al apartado sobre linchamiento. Sin embargo, siempre estimo importante leer los prefacios donde puedo encontrar algunas consideraciones generales, explicaciones o justificaciones de la obra, así que empecé en orden desde la primera página. Como ya dije, hace algunos años realizo una investigación sobre linchamientos y a pesar de la premura y de las necesidades específicas de mi indagación, no escatimo en acercarme a todo el material que hable de, mencione o haga referencias de linchamientos, así como tampoco escatimo el campo desde el cual se haya escrito este material, es decir, no excluyo trabajos que no sean “académicos” en principio por un asunto de elemental respeto y desprejuicio: no son las credenciales académicas las que garantizan la calidad de los trabajos y la investigación. Cuando empecé a leer, y en el entendido de que es un ensayo (con toda la libertad, flexibilidad, con opiniones más o menos sólidas y naturalmente con tono literario), noté que mientras iba avanzando en la primera parte, mi propia avidez me estaba orillando a encontrar los asideros de varias de las aseveraciones que la autora maneja, en parte por mi propia dinámica de interpretación o traducción de lo que leo y en parte porque, para bien o para mal, estoy familiarizada los aspectos generales del tema de la violencia, más que del de la fotografía, he de precisar. A pesar de sentir esa primera carencia (en función de mis propias necesidades), continué con la lectura. El segundo apartado, Souvenir del linchamiento, -que ya dije, fue prácticamente el que me hizo adquirir el libro- lo leí agudamente. Mea culpa.
      El linchamiento es un tipo de violencia colectiva que, en principio, tiene una forma o estructura general independientemente del lugar y el momento en el que ocurra, aunque considerado como un proceso, las causas y contextos son claramente diversos: no es lo mismo un linchamiento ocurrido en el siglo XIX en el sur de Estados Unidos a un linchamiento que suceda en Bolivia en pleno siglo XXI. Es decir, que como todos sabemos, un linchamiento es cuando una multitud ataca físicamente a uno o pocos individuos bajo la excusa de ejercer justicia por mano propia, o sea, la intención es castigar una falta real o supuestamente cometida y ejercer justicia por mano propia, aunque los contextos y actores colectivos involucrados tenga características completamente diferentes. El linchamiento es un fenómeno que ocurre desde hace siglos y que ha estado presente en muchas latitudes, ya sea como un suceso extraordinario o como una práctica más o menos cotidiana y aceptada, tal como sucedió en Estados Unidos especialmente a lo largo del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX como una forma de intolerancia y racismo en contra de la población afrodescendiente. En este sentido, los linchamientos sucedidos en Estados Unidos son emblemáticos, en primer lugar porque la manera de nombrar esta forma particular de violencia colectiva desde entonces se origina ahí (la Lynch Law, instituida por William Lynch en las primeras décadas del siglo XIX, consistente en un castigo sumario, en principio no letal y no específicamente racista, en contra de algún sospechoso, acusado o sentenciado cometido por una turba –mob- sin que medie un proceso legal o autoridad), y en seguida por su duración (mucho más de un siglo) y su evolución histórica como una práctica de ejecución extrajudicial abiertamente racista y enfocada hacia la población negra pero también en contra de otras minorías étnicas. De modo que es comprensible considerar que los linchamientos por antonomasia son aquellos ocurridos en Estados Unidos aunque, como mencioné, este tipo de violencia también exista –e incluso actualmente de manera importante- en otros países y por razones no exclusivamente racistas.
    La autora comienza esta parte del ensayo haciendo una descripción-ficción de casos emblemáticos de linchamientos ocurridos precisamente en Estados Unidos a partir de las fotografías que subsistieron, destacando el hecho de que efectivamente estas imágenes fueron utilizadas como “recuerdos” (souvenirs) de las ejecuciones, como memorabilia de la violencia tumultuaria. No tengo objeción alguna con el contenido ni las opiniones de la autora y me parece acertada la manera de abordar el tema, utilizando esta descripción para crear un efecto emocional intenso y colocar la mirada justo en las víctimas de esta atrocidad. Lo que me complica está más bien relacionado con los aspectos éticos acerca del uso de material previamente recopilado con suficiente esfuerzo por otros, así como las implicaciones también éticas de narrar la violencia, en particular si no es en tono de ficción. Voy a explicar esto de escribir sobre violencia más adelante, pero antes debo comentar que mientras reflexionaba todo esto, escribí un tuit donde expresé mi desconcierto con la lectura de este trabajo diciendo que no entendía por qué era bien visto que se pudiera citar sin dar la referencia exacta. Mi preocupación no era el prurito por la cita con comillas en un afán académica o formalistamente obsesivo, no obstante eso fue lo que se (mal) entendió, a juzgar por las respuestas que ese tuit mereció. Dije, sí, que me había lastimado que no se nombrara a quienes habrían hecho una investigación (léase la recopilación de esas fotografías y máxime cuando revisé la bibliografía y hallé que la autora había consultado especialmente un trabajo muy relevante al respecto) porque era una falta de respeto al trabajo de otros y porque la investigación (sea en el ámbito académico o fuera de él) es un trabajo, como cualquier otro.
        Sin entrar en detalles de todas las respuestas que tuvo lo que dije, en general lo que se me reclamó fue la falta de idea sobre lo que es un ensayo “no académico” o “lírico”, señalando especialmente que la característica de un ensayo es la libertad y la prerrogativa del autor de dar o no crédito a otros trabajos. En particular se asumió que mi pretensión era como policiaca porque, supuestamente, yo estaría buscando algo así como los errores o las faltas a la hora de (no) citar las referencias. Me explicaron también que no debía confundir los hábitos y formas académicas con el formato y el estilo de un ensayo. De manera indirecta, igualmente se apeló a asuntos de autoría, plagio y copyright como si yo estuviese defendiendo el lado conservador, mercantilista, egocéntrico y decrépito de la producción, distribución y consumo de bienes culturales. Es probable que yo haya interpretado mal las respuestas, pero en resumidas cuentas eso es lo que entendí y que dicho sea de paso no me ofende para nada, aunque me parece más bien que hay un prejuicio grande y que generaliza injustamente a todos los que estamos investigando desde ámbitos académicos como si fuésemos todos inflexibles y torpes con respecto a estos menesteres.
        Ahora, amén de insistir en que la discusión para mí no es entre la artificial separación entre un ensayo académico y otro no académico, me interesa reflexionar algunas cosas tanto sobre la escritura, la autoría y las formas e implicaciones de escribir y representar la violencia.
      En primer lugar, la escritura que busca hacer descripciones o representaciones culturares, sea desde el ámbito académico o fuera de éste, generalmente se inscribe dentro de disputas de poder en distintos marcos institucionales, entendidos como los ámbitos que acogen, sancionan, apoyan, publican, financian y consumen aquello que se escribe. Me parece que hablar sobre violencia y hacer representaciones de ella entra dentro de este gran conjunto especialmente si, como pareciera obvio, tenemos una posición crítica ante ello, si justo lo hacemos como una forma de denuncia, oposición, análisis, etcétera. Pero en el improbable caso de que la posición de alguien fuese neutral (cosa más bien imposible porque la neutralidad es también una posición ideológica, contrario a lo que comúnmente se supone), es obvio que quien escribe para hacer representaciones culturales aspira a tener interlocutores, a ser leído por otros y, por tanto, también está sujeto a estas disputas de poder.
     En este sentido, para mí el tema no es la separación entre géneros académico y literario porque en cuanto a la escritura de descripciones culturales, ambos están igualmente circunscritos dentro de procesos históricos y también lingüísticos y eso importa mucho más que el espacio formal desde donde se escribe. Ambos géneros se pueden intercalar y más aún se pueden influir el uno a otro, nos guste o no, y en esa mezcla, escribir descripciones culturales implica una permanente experimentación más que una división tajante y anquilosada. Al menos esto ocurre y está absolutamente admitido desde hace ya mucho tiempo en el campo antropológico. Creo que el dilema nada tiene que ver con las formas ni con los estatutos de cada género, sino con los temas, las intenciones y en última instancia con la dimensión ética implícita en el ejercicio de escribir sobre representaciones culturales.
   Sabemos que no existen representaciones culturales transparentes, que éstas tienen un cierto grado de invención aún en el ámbito académico y eso la antropología lo sabe bien, como también hace tiempo sabe que no existe la autoría incuestionable. Todo trabajo que transite en los caminos de la descripción y la exposición de ¿aspectos, problemas? de la “realidad” social, cultural, política, etc. (o todo eso revuelto) sin la intención de hacer ficción (es decir, que no es una obra exclusivamente imaginaria o algo así), planteará siempre una verdad parcial o relativa pero eso no significa que no aspire a presentar un cuadro veraz o por lo menos fiel al propio horizonte de verdad y ética de su autor. Este tipo de trabajos (no importa desde qué ámbito se hagan) supone la descripción de procesos culturales más que sólo momentos o imágenes a partir de un diálogo entre disciplinas (entre ciencia y arte, por ejemplo), porque todos sabemos que la cultura no es un objeto sino justamente un proceso colectivo.
        De modo que escribir sobre representaciones culturales es más que un acto literario, es más que escribir bien o desarrollar un estilo propio: al hacerlo se altera la forma de mostrar los fenómenos, es decir, se puede hacerlo en función de los intereses de quien escribe (independientemente del estatus supuestamente superior que tenga un estético escrito literario por encima de un aburrido y vulgar escrito académico o científico). Suena obvio y nada sorprendente, pero si pensamos en la posibilidad que se tiene disolver hechos, desaparecer nombres o minimizar atrocidades las cosas toman otro cariz. Y justamente volviendo al ensayo de Azahua, me parece que la autora sabe bien esto último porque es, según entiendo, el leitmotiv de su obra: mostrar el rostro y darle voz a los involuntariamente retratados. Más allá de la vocación literaria o no de un ensayo, como ya he dicho, se escribe desde un contexto y apelando explícita o implícitamente a una posición política porque la autoría es al mismo tiempo autoridad para representar realidades culturales con todo y las inequidades y disputas existentes. Más aún si el ensayo habla sobre temas que afectan de manera tan profunda a mucha gente, como lo es la violencia.
       Lo que observé en la parte sobre linchamientos en el trabajo de Azahua es que por un lado, hubiera sido muy útil incluir –en el texto- las imágenes que está describiendo, sobre todo si consideramos que es un trabajo de fotografía. También me hubiera gustado, como ya dije, hallar en el texto o aunque fuese en un pie de página algo más sobre el proyecto Without Sanctuary[1] que es de donde, según la bibliografía incluida al final del texto, es de donde la autora obtuvo las fotos que describe. Este proyecto, además de tener una página web que aloja la recopilación de fotografías históricas de linchamientos hecha por James Allen durante más de 25 años y a partir de la cual se generó también un libro y una película. Como vemos, este trabajo no es un compendio cualquiera, sino que hay mucho tiempo y mucho esfuerzo detrás, igual que lo hay en varias obras –tanto líricas como académicas- sobre un tema tan sensible para millones de personas descendientes de población africana llegada a Estados Unidos en calidad de esclavos y sometida por siglos a un amplísimo repertorio de violencias. Tan sólo por mencionar un detalle: uno de los autores de los textos del libro, Hilton Als, es un escritor y crítico de teatro que escribe en la prestigiosa revista The New Yorker y, como era de suponerse, es negro. Omitir mencionar esto no parece algo grave, pero no es precisamente lo que se espera de un texto que pretende mostrar el rostro y dar voz a las víctimas. Y que quede claro que esta inquietud no es un tema de comillas, ni de autorías en sentido de reforzar una posición anacrónica y burguesa, sino de elemental congruencia: quienes hicieron este proyecto son personas cuyo pasado, cuya historia está directa o indirectamente ligada a esas atrocidades, es decir, son también, en algún grado, víctimas que merecerían una mención más allá de la bibliografía.
   Cuando escribimos para representar culturalmente también traducimos realidades y verdades, que nunca son totales, que son precisamente construidas a partir de un complejo proceso lingüístico y de poder donde tocamos (modificamos, removemos, transfiguramos, exaltamos, sometemos, etcétera) a los sujetos que protagonizan esas representaciones. Lo más tristemente común es que estas personas nunca lo sepan, nunca se enteren de qué manera en que fueron retratados, la manera en la que fueron traducidos, la manera en la que su voz, su trabajo, su autoría, en última instancia, fue matizada, acomodada, domesticada. ¿Por qué sí estamos dispuestos a “dar crédito”, a “dar voz” a ciertos actores-productores-creadores y a otros no tanto o, en todo caso y por disparatado que suene, por qué cuando se cuestiona la defensa de la autoría todavía se firma un ensayo? ¿Señalar o cuestionar las omisiones de las referencias de los trabajos usados para escribir un ensayo implica defender una idea caduca y burguesa de autor-autoría o es apelar al reconocimiento y defensa del trabajo colectivo? En la antropología sabemos bien que esta idea del ambicioso científico social que no devuelve nada a cambio de todo lo que obtiene de sus sujetos investigados es algo éticamente reprobable y algo que por fortuna está siendo desplazado por los trabajos hechos por quienes tradicionalmente eran los sujetos investigados, por todos esos otros sin nombre, sin voz y sin rostro. La antropología hace tiempo que ya no puede hablar delos otros con autoridad automática, de esos otros “primitivos”, “no letrados” y “sin historia”, es decir, los discursos-la escritura y sus especificidades que no pueden omitirse: quién habla, quién escribe, cuándo y dónde lo hace, con quién y para quién, el contexto histórico y las relaciones de poder, pero más importante aún, que estos discursos-escritos están en disputa, se pueden confrontar y, en ese sentido, se asume que el diálogo y la interpelación no es una concesión sino una condición. La voz de los “informantes” (para mí un término odioso que ya debería haber sido desterrado de la antropología) ya no admite ser entrecomillada o parafraseada porque la relación tiene que ser dialógica y la autoría ya no puede ser monofónica.
       ¿Y qué tiene esto que ver con el ensayo en su variante literaria o lírica? Pues a ciencia cierta, no lo sé, aunque creo que de algún modo son asuntos que nos atañen a todos quienes escribimos sobre contenidos culturales en un sentido no ficticio y más para quienes nos dedicamos a temas tan delicados y dolorosos como la violencia. Pero lo que sí sé es que todas estas inquietudes no tenían que ver con un amor por las comillas o con una vocación perseguidora o censora del formato de los ensayos, sino con la reflexión acerca de la autoría y cómo no se trata de negarla sino precisamente de ampliarla, de reconocer la dimensión colectiva que tiene, de la necesidad de identificar los “nosotros” implícitos en ella, de reconocer las exclusiones y las ausencias y corregirlas. Otra vez, la cultura no es un objeto ni un cuerpo homogéneo de símbolos y significados sujetos a interpretaciones definitivas, sino un proceso temporal y emergente que siempre está en disputa, siempre está siendo cuestionada. La cultura constantemente construye otredades a partir de exclusiones específicas y así como discursos y prácticas y las representaciones culturales que escribimos no pueden no ser debatidas.
      También habría que discutir el perfil y el papel del lector, en última instancia. ¿Estamos pensando que nuestros lectores son nuestros cómplices y, en ese sentido, tienen que ser pasivos, que no se debe o es imposible establecer un diálogo con ellos? ¿Cuáles son las expectativas de quienes se acercan a leer un ensayo como Retrato involuntario, qué esperan hallar? En mi caso, yo me aproximé no sólo porque siempre tengo la esperanza no sólo de la posibilidad de conversar con el texto, sino también de encontrar referencias útiles. Probablemente mi error fue no llegar prejuiciada, sin que me determinara el hecho de esta artificial separación entre ensayo libre y ensayo académico. Especialmente decidí ser lectora por mi interés en el tema de la violencia que no sé si merezca o no un trato especial, pero que al menos a mí sí me obliga a pensar en qué nos importa cuando hablamos de violencia, para qué hablamos de ella, cuál es la necesidad o el interés. En ese sentido, y por ser alguien que trabaja el tema, retomo algunas de las cuestiones básicas planteadas en la introducción a la ya clásica antología sobre violencia compilada por Nancy Scheper-Hughes y Philippe Bourgois (que por cierto está incluida en la bibliografía de Retrato involuntario): ¿Se puede omitir o relativizar a quienes reportan o investigan sobre violencia?, ¿de qué modo se establece el compromiso ético y político a la hora de narrar la violencia? Cada quién sabrá responder a esto. Yo cerraré esta larga explicación con un fragmento de lo dicho por estos autores, que suscribo, y que resume mi posición al respecto:

“Anthropologists who make their living observing and recording the misery of the world have a special obligation to reflect critically on the impact of the brutal images of human suffering that they foist on the public…The texts and images we present to the world are often profoundly disturbing. When we report and write in an intimate way about scenes of violence, our readers have the right to react with anger and to ask just what we are after (afterall)? Indeed what do we want from our audience? To shock? To evoke pity? To create new forms of totalizing narrative through an ‘aesthetic’ of misery? What of the people whose suffering is being made into a public spectacle for the sake of the theoretical argument? …

Those for whom the representation of hunger, misery, and violence is central to their life’s work, need to continually resensitize their audiences as well as themselves to the state of emergency in which we live. To do so we must locate the proper distance from our subjects. Not so distant as to objectify their suffering, and not so close that we turn the sufferer into an object of pity, contempt, or public spectacle. We need to avoid aestheticization of misery as much as a discent into political rhetoric and polemics.

There is no appropriate distance to take from our subjects during torture, lynching, or rape. What kinds of participant-observation, what sort of eye-witnessing are adequate to scenes of genocide and its aftermath, or even to structural violence and genocide?”[2]




[2] Violence in War and Peace: An Anthology, eds. Nancy Scheper-Hughes and Philippe Bourgois. Malden: Blackwell Publishing, 2004. p. 26.