La semana pasada
sucedieron dos linchamientos en Puebla e Hidalgo respectivamente, motivados por
el rumor de que las víctimas eran supuestos robachicos. Los linchamientos son
originados por faltas o delitos reales o imaginados. Según lo que yo he podido
analizar, el porcentaje de casos motivados por rumores es menor al porcentaje
de casos causados porque se encuentra a las víctimas delinquiendo en
flagrancia. Sin embargo, los casos de la semana pasada han recibido especial
atención, además de porque hubo víctimas mortales –y cuando no hay personas
muertas, los medios no prestan tanto interés-, por el hecho de que coincide con
una ola de noticias falsas viralizadas en redes sociales acerca de supuestos
robos de niños. Esta ola ha alcanzado una dimensión casi nacional y merecería
ser mucho mejor investigada no sólo desde el punto de vista legal-penal, sino
también desde el punto de vista mediático-académico. Que yo recuerde, en México
es prácticamente la primera vez que asistimos a un fenómeno similar, donde las
redes sociales viralizan y extienden a nivel casi nacional información falsa
que provoca más de un linchamiento, a diferencia de países como India, donde el
uso de redes sociales para incitar linchamientos es un hecho tristemente común.
En esta nota no voy a centrarme en esta dimensión del fenómeno, pero quiero
dejar apuntado que efectivamente las redes sociales ahora han jugado un papel
protagónico al contribuir a la generación de pánico o psicosis colectiva, pero
que de ninguna manera el fenómeno de los linchamientos en México se agota ahí.
La causa profunda no se halla en la difusión electrónica noticias falsas.
Los
linchamientos en México son de diferentes tipos. De manera general y
considerando el actor colectivo que los protagonizan, son colectividades donde
sus miembros son parte una misma comunidad o son colectividades que se forman
espontáneamente y se disuelven inmediatamente después de perpetrado el acto. En
el primer caso, estas colectividades habitan en diversos contextos: pueblos
rurales, semi rurales o urbanos, así como colonias y barrios urbanos. En el
segundo caso, las colectividades que se forman tienen la característica de que
sus miembros temporales no se conocen ni tienen vínculo alguno. Como vemos, los
dos linchamientos ocurridos la semana pasada, en la comunidad de San Vicente
Boquerón (Acatlán de Osorio, Puebla) y en el pueblo de Santa Ana Ahuehuepan
(Tula de Allende, Hidalgo), corresponden al primer tipo de linchamientos.
El
caso de San Vicente Boquerón llama particularmente la atención porque se sitúa
en Puebla, que es una entidad que desde hace varios años registra un muy alto
índice de linchamientos y que en tiempos más recientes son parte del tétrico
paisaje de criminalidad y violencias que asola a esa entidad –feminicidios,
huachicol, delitos de alto impacto (homicidios, secuestro, extorsión, robos con
violencia, violación, etc.)-. Haya o no víctimas mortales, todo linchamiento es
grave, sin embargo, los linchamientos espontáneos que muy frecuentemente se
registran en varios puntos de la geografía urbana del centro del país no
generan el grado de interés y crispación social que suscitan los casos como el
de Puebla. Incluso, comparado con el caso de Hidalgo, en estos días el primero
ha recibido mucha mayor atención mediática, consternación y condena; es posible
que en parte el tema que referí al principio, del papel de las redes sociales,
propicie mayor sensibilidad, pero lo cierto es que estos linchamientos han
venido ocurriendo desde hace tiempo, que no son nuevos y no tienen nada de
“inexplicable” ni pueden ser reducidos al momento de máximo paroxismo.
En
los últimos veinte años, la mayor parte de los pueblos que protagonizan
linchamientos padecen un alarmante proceso de despojo de tierras, bienes y
recursos naturales, de invasión de territorios, así como de un crecimiento
agudo de la inseguridad y el crimen, todo ello frente a un aparato de justicia
francamente omiso e inoperante. Tan solo en Puebla en lo que va del año, según
cifras del secretario general de Gobierno, ha habido 146 episodios de
linchamiento, en los que ha habido 15 víctimas mortales y 201 personas
rescatadas. Por más que se diseñen y con suerte se implementen “protocolos” de
seguridad específicos para atender estas emergencias, lo cierto es que el
fenómeno no cesa y no existe ningún tipo de estrategia de prevención y atención
en las regiones o entidades afectadas por este fenómeno. Mención particular
merecen las declaraciones enmarañadas del presidente de la Comisión Nacional de
los Derechos Humanos: “Esto no es justicia, esa es barbarie y hay que sancionar
a quienes incitan e impulsan este tipo de soluciones. Pero también hay que
corregir las debilidades institucionales. (…) [La desesperación] no puede
llevar al extremo de hacer justicia por propia mano, porque vamos a caer en
estado selvático, en donde lo que impere es quién puede más. Tenemos que darle
a la sociedad, a esa sociedad indignada porque no hay procuración de justicia,
respuesta fortaleciendo a las instituciones, pero tenemos que dar garantías a
la ciudadanía de que mañana ninguno de nosotros puede ser confundido en una
justicia malamente llamada justicia por propia mano.” ¿Qué es exactamente lo
que la CNDH y las comisiones estatales han hecho ante este fenómeno; qué
acciones preventivas y de pedagogía social han promovido con las autoridades
gubernamentales y judiciales ante los altos índices de linchamientos –y de
otras formas de justicia por mano propia- que tenemos en la actualidad?
Lo que vemos es que hay
nula claridad institucional de qué hacer al tiempo que es urgente la
comprensión de este fenómeno. Calificar a la gente como salvaje, enferma o loca
no ayuda absolutamente en nada. Linchar a los linchadores poco contribuye a entender,
prevenir y educar. Los agravios históricos y recientes cometidos en prejuicio
de los habitantes de estos pueblos necesitan ser considerados y analizados como
parte del contexto de los linchamientos que, huelga repetirlo, no son usos y
costumbres, sino efectos de las múltiples violencias que se sufren en estos
lugares. A unos días de que se cumplan 50 años del fatidíco y famoso
linchamiento de Canoa, precisamente en Puebla, resulta preocupante primero, que
ese caso sea el único referente para entender los linchamientos actuales, y
segundo, que se repitan insistentemente las nociones de salvaje, barbarie y
demás para caracterizarlos. Los habitantes de estos pueblos no son animales, ni
son humanos evolutivamente inferiores, ni son salvajes; son actores colectivos
que asombrosamente sobreviven en medio de condiciones de marginación
criminales. San Vicente Boquerón es parte del municipio de Acatlán de Osorio,
ubicado en la región mixteca del estado de Puebla y que ocupa el sexto lugar en
la lista de receptores de remesas. Pese a los altos índices de pobreza,
analfabetismo, malas condiciones de salud y desnutrición, desempleo y
violencia, los mixtecos de Puebla buscan la manera de sostenerse mediante su
intenso trabajo fuera del país. Son poseedores de una cultura rica y ancestral
y mantienen, pese a todo, formas de organización comunitaria de las que se
necesitaría echar mano para atender este problema.
Los culpables de los
linchamientos deben ser enjuiciados, sí, pero esto no va a ser suficiente si
las autoridades no piensan en acciones de pedagogía social, especialmente para
los más jóvenes, y en mecanismos de resolución de conflictos y de mitigación de
la violencia a partir de procesos comunitarios basados en su historia y
experiencia. El dolor y la atrocidad pueden ser procesados y encausados
mediante ejercicios sociales de escucha, reparación y perdón. Los linchamientos
no son un problema de “otros”, de los otros lejanos y desconocidos, sino un
problema nacional que nos atañe a todos.