La historia va más o menos así: La Normal de Ayotzinapa ha sido históricamente acosada por su vocación política de izquierda, donde los hijos de campesinos y de familias de escasos recursos se forman intelectualmente para ser profesores rurales y para la acción política permanente. Hace días, fueron a Iguala a hacer proselitismo de sus causas, incluido el "boteo" para recabar dinero con el fin de participar en la marcha del 2 de octubre. Ese día, había un evento público del alcalde y su esposa en el centro de Iguala simultáneamente. Al alcalde no le pareció la presencia de los jóvenes normalistas y habrá dado la orden al jefe de su policía que los largaran de ahí. El jefe de la policía, que es un brazo armado de un grupo del narco, ordenó rafaguearlos y levantarlos. Se los llevaron en patrullas de la policía y versiones dicen que un supuesto jefe del grupo de narcos ordenó matarlos. Hoy todavía no aparecen pero sí hay varias fosas clandestinas con restos que presumiblemente podrían ser de los normalistas. Tanto el EPR como el ERPI, los grupos guerrilleros con presencia en Guerrero, se han manifestado sobre el asunto,incluyendo que el primer grupo centró una parte importante de su argumentación en la responsabilidad del grupo del narco mientras el segundo grupo guerrillero anunció un "comando de ajusticiamiento" contra el grupo de narcos para ¿vengar? lo que les han hecho a los estudiantes. El hecho de que la estrategia gubernamental haya sido decir primero que era un tema de crimen organizado y que ahora esté siendo por un lado alargar y eludir dar información sobre la identidad de los cuerpos hallados en las fosas, al mismo tiempo que también ahora convenientemente estén insistiendo en los dichos de las guerrillas para sugerir que fue un tema de pugna entre crimen organizado y grupos subversivos, no obsta para afirmar que lo ocurrido en Iguala sigue siendo un crimen de Estado. Así tiene que ser asumido y así tiene que ser denunciado y todas estas versiones oficiales incompletas pero repletas de ambigüedades y enredos (aun con ciertos elementos de verdad), no deben encubrir lo más importante.
En primer lugar, porque fueron policías municipales los que se llevaron a los muchachos.
En segundo lugar, porque sí, es cierto, la policía de Iguala está prácticamente en manos de los narcos, eso no significa que el gobierno no haya auspiciado esta situación. Es decir, no es que un día llegó el narco y se apoderó de la policía como si nada. Esto es un proceso de contubernio, intercambio, complicidad, ayuda, apoyos, prebendas, protección e impunidad permanente entre partidos, políticos y grupos criminales.
En tercer lugar, porque dado el contexto histórico de Guerrero, es muy seguro que este episodio de violencias extralegales (pero no por ello dejan de ser estatales) sea una de las tantas formas en las que el Estado haya buscado combatir, eliminar, atacar, etc. a actores políticos que se oponen a los abusos y los despojos de los gobiernos, sean grupos civiles o subversivos.
En cuarto lugar, porque independientemente de la naturaleza de estos actores políticos opositores, cuando el Estado (aunque estemos claros que siempre ha sido así, que de facto siempre ha buscado eliminarlos de todas formas) ejerce violencia contra ellos, está violando los derechos humanos elementales, está cometiendo un crimen de lesa humanidad.
jueves, 9 de octubre de 2014
domingo, 3 de agosto de 2014
Esto no es un ensayo (O notas para un inútil debate sobre literatura académica vs no académica cuando se escribe de violencia)
Elisa Godínez
Desde hace cinco años
hago una investigación sobre linchamientos en México en tiempos recientes. La
investigación es hecha dentro de un marco académico y específicamente desde el
campo de la antropología, sin embargo, nunca he creído realmente en ni
promovido las divisiones tajantes entre la academia y todo lo demás. Supongo, desde el rincón más candoroso que tiene
alguien que todavía cree en los procesos de generación (¿debería decir mera
reproducción, porque en términos de cultura y conocimiento nunca hay nada enteramente
original ni individual?) y diálogo de saberes, que es natural y justificado mi
interés por todo el material relacionado, directa o indirectamente, con el tema
que investigo, desde los textos más específicamente antropológicos hasta casi
cualquier texto sobre violencia, representación(es) de la violencia, etcétera,
sean éstos académicos o literarios (una separación que es más artificial que
real). Es verdad que me centro especialmente en literatura académica, pero no me
circunscribo a ella, puesto que es obligatorio (y a veces hasta placentero,
mientras que otras tantas un poco decepcionante) tener que acercarme a trabajos
“no académicos” sobre los temas que analizo. Entiéndase así quién soy y a qué
me dedico, un poco para poner en contexto mi lugar de enunciación.
Fue así que me topé con
un ensayo sobre fotografía y violencia o, como dice en la contraportada, sobre
la fotografía como acto violento y, específicamente, sobre la violencia del retrato involuntario, como lo llama su autora,
Marina Azahua, es decir, de la fotografía tomada sin consentimiento de quien es
fotografiado. En la librería pedí por favor que me dejaran quitarle el odioso
celofán con el que desde hace años protegen
los libros para poder mirar el índice, darle una ojeada rápida y ver si valía
la pena adquirirlo. Para mi sorpresa, encontré un capítulo dedicado a
linchamientos, lo cual me hizo comprarlo ya sin revisar mucho más, es decir,
porque me convenció –y agradó- que se incluyera el linchamiento como un ejemplo
relevante para discutir la relación entre fotografía y violencia.
En el momento que
escribo esto todavía no he terminado de leer Retrato involuntario, he de aclarar. También debo decir que no
pretendo hacer una crítica ni del contenido general del trabajo ni del estilo
en sí y no por tibia, como lo dijeron por ahí, sino porque hablaré y
cuestionaré desde mi lugar hoy, que es, fundamentalmente, el de alguien que
hace una investigación sobre violencia, que no es crítica literaria, ni
pretende hacer una crítica cultural de largo alcance al ensayo como género sino
tan sólo expresar inquietudes y exponer mi posición con respecto a la narración
de las violencias, algo que actualmente, lejos de ser una moda, es una
necesidad.
Comencé
a leer el ensayo de forma ordenada, es decir, desde el principio, a pesar de
que bien podría haber ido directamente al apartado sobre linchamiento. Sin
embargo, siempre estimo importante leer los prefacios donde puedo encontrar
algunas consideraciones generales, explicaciones o justificaciones de la obra,
así que empecé en orden desde la primera página. Como ya dije, hace algunos
años realizo una investigación sobre linchamientos y a pesar de la premura y de
las necesidades específicas de mi indagación, no escatimo en acercarme a todo
el material que hable de, mencione o haga referencias de linchamientos, así
como tampoco escatimo el campo desde el cual se haya escrito este material, es
decir, no excluyo trabajos que no sean “académicos” en principio por un asunto
de elemental respeto y desprejuicio: no son las credenciales académicas las que
garantizan la calidad de los trabajos y la investigación. Cuando empecé a leer,
y en el entendido de que es un ensayo (con toda la libertad, flexibilidad, con
opiniones más o menos sólidas y naturalmente con tono literario), noté que
mientras iba avanzando en la primera parte, mi propia avidez me estaba
orillando a encontrar los asideros de varias de las aseveraciones que la autora
maneja, en parte por mi propia dinámica de interpretación o traducción de lo
que leo y en parte porque, para bien o para mal, estoy familiarizada los
aspectos generales del tema de la violencia, más que del de la fotografía, he
de precisar. A pesar de sentir esa primera carencia (en función de mis propias
necesidades), continué con la lectura. El segundo apartado, Souvenir del linchamiento, -que ya dije,
fue prácticamente el que me hizo adquirir el libro- lo leí agudamente. Mea
culpa.
El
linchamiento es un tipo de violencia colectiva que, en principio, tiene una
forma o estructura general independientemente del lugar y el momento en el que
ocurra, aunque considerado como un proceso, las causas y contextos son
claramente diversos: no es lo mismo un linchamiento ocurrido en el siglo XIX en
el sur de Estados Unidos a un linchamiento que suceda en Bolivia en pleno siglo
XXI. Es decir, que como todos sabemos, un linchamiento es cuando una multitud
ataca físicamente a uno o pocos individuos bajo la excusa de ejercer justicia
por mano propia, o sea, la intención es castigar una falta real o supuestamente
cometida y ejercer justicia por mano propia, aunque los contextos y actores
colectivos involucrados tenga características completamente diferentes. El
linchamiento es un fenómeno que ocurre desde hace siglos y que ha estado
presente en muchas latitudes, ya sea como un suceso extraordinario o como una
práctica más o menos cotidiana y aceptada, tal como sucedió en Estados Unidos
especialmente a lo largo del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX como
una forma de intolerancia y racismo en contra de la población afrodescendiente.
En este sentido, los linchamientos sucedidos en Estados Unidos son
emblemáticos, en primer lugar porque la manera de nombrar esta forma particular
de violencia colectiva desde entonces se origina ahí (la Lynch Law, instituida
por William Lynch en las primeras décadas del siglo XIX, consistente en un
castigo sumario, en principio no letal y no específicamente racista, en contra
de algún sospechoso, acusado o sentenciado cometido por una turba –mob- sin que medie un proceso legal o
autoridad), y en seguida por su duración (mucho más de un siglo) y su evolución
histórica como una práctica de ejecución extrajudicial abiertamente racista y
enfocada hacia la población negra pero también en contra de otras minorías
étnicas. De modo que es comprensible considerar que los linchamientos por
antonomasia son aquellos ocurridos en Estados Unidos aunque, como mencioné,
este tipo de violencia también exista –e incluso actualmente de manera
importante- en otros países y por razones no exclusivamente racistas.
La
autora comienza esta parte del ensayo haciendo una descripción-ficción de casos
emblemáticos de linchamientos ocurridos precisamente en Estados Unidos a partir
de las fotografías que subsistieron, destacando el hecho de que efectivamente
estas imágenes fueron utilizadas como “recuerdos” (souvenirs) de las
ejecuciones, como memorabilia de la violencia tumultuaria. No tengo objeción
alguna con el contenido ni las opiniones de la autora y me parece acertada la manera
de abordar el tema, utilizando esta descripción para crear un efecto emocional
intenso y colocar la mirada justo en las víctimas de esta atrocidad. Lo que me
complica está más bien relacionado con los aspectos éticos acerca del uso de
material previamente recopilado con suficiente esfuerzo por otros, así como las
implicaciones también éticas de narrar la violencia, en particular si no es en
tono de ficción. Voy a explicar esto de escribir sobre violencia más adelante,
pero antes debo comentar que mientras reflexionaba todo esto, escribí un tuit donde expresé mi desconcierto con
la lectura de este trabajo diciendo que no entendía por qué era bien visto que
se pudiera citar sin dar la referencia exacta. Mi preocupación no era el
prurito por la cita con comillas en un afán académica o formalistamente
obsesivo, no obstante eso fue lo que se (mal) entendió, a juzgar por las
respuestas que ese tuit mereció.
Dije, sí, que me había lastimado que no se nombrara a quienes habrían hecho una
investigación (léase la recopilación de esas fotografías y máxime cuando revisé
la bibliografía y hallé que la autora había consultado especialmente un trabajo
muy relevante al respecto) porque era una falta de respeto al trabajo de otros
y porque la investigación (sea en el ámbito académico o fuera de él) es un
trabajo, como cualquier otro.
Sin
entrar en detalles de todas las respuestas que tuvo lo que dije, en general lo
que se me reclamó fue la falta de idea sobre lo que es un ensayo “no académico”
o “lírico”, señalando especialmente que la característica de un ensayo es la
libertad y la prerrogativa del autor de dar o no crédito a otros trabajos. En
particular se asumió que mi pretensión era como policiaca porque,
supuestamente, yo estaría buscando algo así como los errores o las faltas a la
hora de (no) citar las referencias. Me explicaron también que no debía
confundir los hábitos y formas académicas con el formato y el estilo de un
ensayo. De manera indirecta, igualmente se apeló a asuntos de autoría, plagio y
copyright como si yo estuviese defendiendo el lado conservador, mercantilista,
egocéntrico y decrépito de la producción, distribución y consumo de bienes culturales.
Es probable que yo haya interpretado mal las respuestas, pero en resumidas
cuentas eso es lo que entendí y que dicho sea de paso no me ofende para nada, aunque
me parece más bien que hay un prejuicio grande y que generaliza injustamente a
todos los que estamos investigando desde ámbitos académicos como si fuésemos
todos inflexibles y torpes con respecto a estos menesteres.
Ahora,
amén de insistir en que la discusión para mí no es entre la artificial
separación entre un ensayo académico y otro no académico, me interesa
reflexionar algunas cosas tanto sobre la escritura, la autoría y las formas e
implicaciones de escribir y representar la violencia.
En
primer lugar, la escritura que busca hacer descripciones o representaciones
culturares, sea desde el ámbito académico o fuera de éste, generalmente se
inscribe dentro de disputas de poder en distintos marcos institucionales,
entendidos como los ámbitos que acogen, sancionan, apoyan, publican, financian
y consumen aquello que se escribe. Me parece que hablar sobre violencia y hacer
representaciones de ella entra dentro de este gran conjunto especialmente si, como
pareciera obvio, tenemos una posición crítica ante ello, si justo lo hacemos como
una forma de denuncia, oposición, análisis, etcétera. Pero en el improbable
caso de que la posición de alguien fuese neutral (cosa más bien imposible
porque la neutralidad es también una posición ideológica, contrario a lo que
comúnmente se supone), es obvio que quien escribe para hacer representaciones
culturales aspira a tener interlocutores, a ser leído por otros y, por tanto,
también está sujeto a estas disputas de poder.
En
este sentido, para mí el tema no es la separación entre géneros académico y
literario porque en cuanto a la escritura de descripciones culturales, ambos
están igualmente circunscritos dentro de procesos históricos y también
lingüísticos y eso importa mucho más que el espacio formal desde donde se
escribe. Ambos géneros se pueden intercalar y más aún se pueden influir el uno
a otro, nos guste o no, y en esa mezcla, escribir descripciones culturales
implica una permanente experimentación más que una división tajante y
anquilosada. Al menos esto ocurre y está absolutamente admitido desde hace ya
mucho tiempo en el campo antropológico. Creo que el dilema nada tiene que ver
con las formas ni con los estatutos de cada género, sino con los temas, las
intenciones y en última instancia con la dimensión ética implícita en el
ejercicio de escribir sobre representaciones culturales.
Sabemos
que no existen representaciones culturales transparentes, que éstas tienen un
cierto grado de invención aún en el ámbito académico y eso la antropología lo
sabe bien, como también hace tiempo sabe que no existe la autoría
incuestionable. Todo trabajo que transite en los caminos de la descripción y la
exposición de ¿aspectos, problemas? de la “realidad” social, cultural, política,
etc. (o todo eso revuelto) sin la intención de hacer ficción (es decir, que no
es una obra exclusivamente imaginaria o algo así), planteará siempre una verdad
parcial o relativa pero eso no significa que no aspire a presentar un cuadro veraz
o por lo menos fiel al propio horizonte de verdad y ética de su autor. Este
tipo de trabajos (no importa desde qué ámbito se hagan) supone la descripción
de procesos culturales más que sólo momentos o imágenes a partir de un diálogo
entre disciplinas (entre ciencia y arte, por ejemplo), porque todos sabemos que
la cultura no es un objeto sino justamente un proceso colectivo.
De
modo que escribir sobre representaciones culturales es más que un acto
literario, es más que escribir bien o desarrollar un estilo propio: al hacerlo
se altera la forma de mostrar los fenómenos, es decir, se puede hacerlo en
función de los intereses de quien escribe (independientemente del estatus
supuestamente superior que tenga un estético escrito literario por encima de un
aburrido y vulgar escrito académico o científico). Suena obvio y nada
sorprendente, pero si pensamos en la posibilidad que se tiene disolver hechos,
desaparecer nombres o minimizar atrocidades las cosas toman otro cariz. Y
justamente volviendo al ensayo de Azahua, me parece que la autora sabe bien
esto último porque es, según entiendo, el leitmotiv de su obra: mostrar el
rostro y darle voz a los involuntariamente retratados. Más allá de la vocación
literaria o no de un ensayo, como ya he dicho, se escribe desde un contexto y
apelando explícita o implícitamente a una posición política porque la autoría
es al mismo tiempo autoridad para representar realidades culturales con todo y
las inequidades y disputas existentes. Más aún si el ensayo habla sobre temas
que afectan de manera tan profunda a mucha gente, como lo es la violencia.
Lo
que observé en la parte sobre linchamientos en el trabajo de Azahua es que por
un lado, hubiera sido muy útil incluir –en el texto- las imágenes que está
describiendo, sobre todo si consideramos que es un trabajo de fotografía.
También me hubiera gustado, como ya dije, hallar en el texto o aunque fuese en
un pie de página algo más sobre el proyecto Without
Sanctuary[1]
que es de donde, según la bibliografía incluida al final del texto, es de donde
la autora obtuvo las fotos que describe. Este proyecto, además de tener una página
web que aloja la recopilación de fotografías históricas de linchamientos hecha
por James Allen durante más de 25 años y a partir de la cual se generó también
un libro y una película. Como vemos, este trabajo no es un compendio
cualquiera, sino que hay mucho tiempo y mucho esfuerzo detrás, igual que lo hay
en varias obras –tanto líricas como académicas- sobre un tema tan sensible para
millones de personas descendientes de población africana llegada a Estados Unidos
en calidad de esclavos y sometida por siglos a un amplísimo repertorio de
violencias. Tan sólo por mencionar un detalle: uno de los autores de los textos
del libro, Hilton Als, es un escritor y crítico de teatro que escribe en la
prestigiosa revista The New Yorker y,
como era de suponerse, es negro. Omitir mencionar esto no parece algo grave,
pero no es precisamente lo que se espera de un texto que pretende mostrar el
rostro y dar voz a las víctimas. Y que quede claro que esta inquietud no es un
tema de comillas, ni de autorías en sentido de reforzar una posición anacrónica
y burguesa, sino de elemental congruencia: quienes hicieron este proyecto son
personas cuyo pasado, cuya historia está directa o indirectamente ligada a esas
atrocidades, es decir, son también, en algún grado, víctimas que merecerían una
mención más allá de la bibliografía.
Cuando
escribimos para representar culturalmente también traducimos realidades y verdades,
que nunca son totales, que son precisamente construidas a partir de un complejo
proceso lingüístico y de poder donde tocamos (modificamos, removemos, transfiguramos,
exaltamos, sometemos, etcétera) a los sujetos que protagonizan esas
representaciones. Lo más tristemente común es que estas personas nunca lo
sepan, nunca se enteren de qué manera en que fueron retratados, la manera en la
que fueron traducidos, la manera en la que su voz, su trabajo, su autoría, en
última instancia, fue matizada, acomodada, domesticada. ¿Por qué sí estamos
dispuestos a “dar crédito”, a “dar voz” a ciertos actores-productores-creadores
y a otros no tanto o, en todo caso y por disparatado que suene, por qué cuando
se cuestiona la defensa de la autoría todavía se firma un ensayo? ¿Señalar o
cuestionar las omisiones de las referencias de los trabajos usados para
escribir un ensayo implica defender una idea caduca y burguesa de autor-autoría
o es apelar al reconocimiento y defensa del trabajo colectivo? En la
antropología sabemos bien que esta idea del ambicioso científico social que no
devuelve nada a cambio de todo lo que obtiene de sus sujetos investigados es
algo éticamente reprobable y algo que por fortuna está siendo desplazado por
los trabajos hechos por quienes tradicionalmente eran los sujetos investigados,
por todos esos otros sin nombre, sin
voz y sin rostro. La antropología hace tiempo que ya no puede hablar delos
otros con autoridad automática, de esos otros “primitivos”, “no letrados” y “sin
historia”, es decir, los discursos-la escritura y sus especificidades que no
pueden omitirse: quién habla, quién escribe, cuándo y dónde lo hace, con quién
y para quién, el contexto histórico y las relaciones de poder, pero más
importante aún, que estos discursos-escritos están en disputa, se pueden
confrontar y, en ese sentido, se asume que el diálogo y la interpelación no es
una concesión sino una condición. La voz de los “informantes” (para mí un
término odioso que ya debería haber sido desterrado de la antropología) ya no
admite ser entrecomillada o parafraseada porque la relación tiene que ser
dialógica y la autoría ya no puede ser monofónica.
¿Y
qué tiene esto que ver con el ensayo en su variante literaria o lírica? Pues a
ciencia cierta, no lo sé, aunque creo que de algún modo son asuntos que nos
atañen a todos quienes escribimos sobre contenidos culturales en un sentido no
ficticio y más para quienes nos dedicamos a temas tan delicados y dolorosos
como la violencia. Pero lo que sí sé es que todas estas inquietudes no tenían
que ver con un amor por las comillas o con una vocación perseguidora o censora
del formato de los ensayos, sino con la reflexión acerca de la autoría y cómo
no se trata de negarla sino precisamente de ampliarla, de reconocer la
dimensión colectiva que tiene, de la necesidad de identificar los “nosotros”
implícitos en ella, de reconocer las exclusiones y las ausencias y corregirlas.
Otra vez, la cultura no es un objeto ni un cuerpo homogéneo de símbolos y
significados sujetos a interpretaciones definitivas, sino un proceso temporal y
emergente que siempre está en disputa, siempre está siendo cuestionada. La
cultura constantemente construye otredades a partir de exclusiones específicas
y así como discursos y prácticas y las representaciones culturales que
escribimos no pueden no ser debatidas.
También
habría que discutir el perfil y el papel del lector, en última instancia.
¿Estamos pensando que nuestros lectores son nuestros cómplices y, en ese sentido,
tienen que ser pasivos, que no se debe o es imposible establecer un diálogo con
ellos? ¿Cuáles son las expectativas de quienes se acercan a leer un ensayo como
Retrato involuntario, qué esperan
hallar? En mi caso, yo me aproximé no sólo porque siempre tengo la esperanza no
sólo de la posibilidad de conversar con el texto, sino también de encontrar
referencias útiles. Probablemente mi error fue no llegar prejuiciada, sin que
me determinara el hecho de esta artificial separación entre ensayo libre y
ensayo académico. Especialmente decidí ser lectora por mi interés en el tema de
la violencia que no sé si merezca o no un trato especial, pero que al menos a
mí sí me obliga a pensar en qué nos importa cuando hablamos de violencia, para
qué hablamos de ella, cuál es la necesidad o el interés. En ese sentido, y por
ser alguien que trabaja el tema, retomo algunas de las cuestiones básicas
planteadas en la introducción a la ya clásica antología sobre violencia
compilada por Nancy Scheper-Hughes y Philippe Bourgois (que por cierto está
incluida en la bibliografía de Retrato involuntario):
¿Se puede omitir o relativizar a quienes reportan o investigan sobre
violencia?, ¿de qué modo se establece el compromiso ético y político a la hora de
narrar la violencia? Cada quién sabrá responder a esto. Yo cerraré esta larga
explicación con un fragmento de lo dicho por estos autores, que suscribo, y que
resume mi posición al respecto:
“Anthropologists who make their living observing and recording the misery of the world have a special obligation to reflect critically on the impact of the brutal images of human suffering that they foist on the public…The texts and images we present to the world are often profoundly disturbing. When we report and write in an intimate way about scenes of violence, our readers have the right to react with anger and to ask just what we are after (afterall)? Indeed what do we want from our audience? To shock? To evoke pity? To create new forms of totalizing narrative through an ‘aesthetic’ of misery? What of the people whose suffering is being made into a public spectacle for the sake of the theoretical argument? …
Those for whom the representation of hunger, misery, and violence is central to their life’s work, need to continually resensitize their audiences as well as themselves to the state of emergency in which we live. To do so we must locate the proper distance from our subjects. Not so distant as to objectify their suffering, and not so close that we turn the sufferer into an object of pity, contempt, or public spectacle. We need to avoid aestheticization of misery as much as a discent into political rhetoric and polemics.
There is no appropriate distance to take from our subjects during torture, lynching, or rape. What kinds of participant-observation, what sort of eye-witnessing are adequate to scenes of genocide and its aftermath, or even to structural violence and genocide?”[2]
[2] Violence in War and Peace: An Anthology, eds. Nancy
Scheper-Hughes and Philippe Bourgois. Malden:
Blackwell Publishing, 2004. p. 26.
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