Recientemente
en algunas zonas del sur del Distrito Federal se ha desatado una serie de
historias sobre supuestos casos de robos de niños. En concreto, en la
delegación Coyoacán el fenómeno adquirió relevancia desde el momento en el que
se registraron varias jornadas
de protesta
llevadas a cabo por algunos habitantes en la que denunciaban –sin ninguna
prueba concreta (nombres, denuncias legales, etc.)- que varios niños habían
sido secuestrados y exigían la intervención de las autoridades. Días después en
la delegación Magdalena Contreras, sin que se hubiesen registrado protestas
vecinales al respecto sino a partir de información difundida en redes sociales
según dice la prensa, un grupo de habitantes atacó
a un padre de familia afuera de una escuela porque se le acusaba de ser robachicos. Estos casos son un clásico ejemplo
de llamado pánico moral: situaciones, personas o grupos que son identificados
como amenazantes de ciertos valores o intereses sociales y los casos son
presentados por medios o por figuras autorizadas de la comunidad de forma
estereotipada y desmesurada, cargada de valoraciones morales y sentencias que
nublan la capacidad de observar la realidad objetiva y ecuánimemente. Una de
las consecuencias del pánico moral es la polarización en la opinión pública
que, en estos casos concretos incluye al bando de los que defienden que eso es
real (o que las protestas son justificadas) y al bando de quienes sostienen que
sólo son rumores (pero que desestiman la reacción y las razones del entendible
miedo de la gente). Lo curioso es que ambos tienen algo de razón, pero ambos
son imprecisos.
Hasta
el momento, no hay ningún caso concreto demostrable de robo, secuestro o
afectación de niños que esté directamente vinculado con los episodios de
protesta y agresión, es decir, que todo este despliegue de reacciones está
basado en rumores. Pero los rumores son algo suficientemente serio como para
ser desestimado, no tanto por el contenido literal (que también importa), sino
por lo que muestran en tanto síntoma de algo más profundo. Primero, porque los
rumores apelan al miedo fundado de la gente ante un problema muy real de
inseguridad y violencia cotidianas y segundo porque los rumores también son un
dispositivo de control social, especialmente durante tiempos de confusión e
inestabilidad.
En
este sentido, no se trata de ignorar y menospreciar la reacción de la gente -una reacción
de miedo perfectamente real y justificado- ante un rumor, sino analizar en qué
condiciones surge y se instala ese rumor. En este caso, el rumor de robo de
niños ha surgido muy visiblemente en la antesala y principio formal de las
campañas electorales para elegir jefes delegacionales y diputados locales y
federales en el Distrito Federal. No se puede comprobar que los rumores sean
parte sucia de las campañas (porque yo no estoy en campo trabajando ni la zona
ni los procesos políticos de estas zonas), pero sí se puede decir que es muy
común el uso político de este tipo de rumores en contextos de disputa entre
grupos o partidos o de confrontación de grupos con las autoridades. Al
respecto, sólo hay que revisar las declaraciones de autoridades y personajes
partidistas para ver que estos casos están mostrando que tienen (probable
intención y) efectos políticos muy claros: el Jefe
de Gobierno, el Secretario
de Seguridad Pública del D.F., la candidata de
Morena a la delegación Coyoacán, López
Obrador, etc., y todos asumen que “alguien” los quiere
perjudicar a ellos.
No
es imposible saber cuándo y de dónde surge un rumor, pero ello requiere un
trabajo más amplio directamente en la zona afectada que si alguien quisiera
podría llevar a cabo; lo que quiero decir es que es factible hacer una
caracterización del contexto y de los actores involucrados para averiguar qué
pugnas hay en este momento, qué recursos están bajo amenaza, qué relación hay
entre la comunidad, los grupos políticos y las autoridades, etc. No obstante, cabe
suponer que en un primer momento estos rumores fueron alentados a partir de una
intención política en el marco de las campañas políticas tanto para afectar
rivales como forma de reacción ante la amenaza de perder cotos de poder,
especialmente en los tradicionales esquemas clientelares que son, ya lo
sabemos, mecanismos de control y mediación política no sólo en el Distrito
Federal.
Vemos
entonces que en éste como en muchos otros casos similares, que pueden derivar
en violencia colectiva, hay un grado considerable de cálculo o planeación
(aunque personalmente no estoy plenamente convencida de usar esta palabra), es
decir, no son sucesos espontáneos. Esto ya ha sido discutido por varios
autores, como Charles Tilly en su clásico libro Tilly The Politics of Collective Violence o más recientemente Javier
Auyero, quien analizó los motines ocurridos en Argentina en el 2001 a la luz de
la relación entre líderes políticos locales y cuerpos policíacos. De cualquier
modo, hay que tener mucho cuidado de no asumir entonces que todo caso de
violencia colectiva está planeado o coordinado; hay muchos casos también en los que la
acción o la violencia se desata súbitamente sin que exista ninguna
organización, como los brutales casos de linchamiento a asaltantes de
transporte público en flagrancia que ocurren con cierta frecuencia en la zona
fronteriza entre el Distrito Federal y el Estado de México.
Lo
grave no es sólo el uso de esta clase de rumores con una intencionalidad
política, sino que lo más peligroso es el efecto que esto puede causar. No es
lo mismo que la gente salga a la calle a protestar a que la gente intente
linchar a una persona inocente, aunque sean parte del mismo fenómeno. El mecanismo del chivo expiatorio opera
simbólicamente en varias dimensiones de la vida social en momentos de crisis y
conflictos, pero hay algo muy alarmante cuando ocurre el tránsito de lo
simbólico a lo real, cuando se le pone rostro y nombre al enemigo imaginario.
Ante
estos hechos, correspondería a las autoridades no sólo desmentir los supuestos
delitos contra niños con datos duros sino evitar utilizar las respuestas tipo
“no tenemos ninguna denuncia” como una forma de defenderse y excusarse de la
falta real de estrategias para afrontar los rumores y sus efectos y, más
todavía, para garantizar la seguridad de la población. Una cosa es que los
linchamientos no se puedan predecir y otra muy diferente es que no se puedan
prevenir.