miércoles, 5 de septiembre de 2018

Linchamientos por partida doble


La semana pasada sucedieron dos linchamientos en Puebla e Hidalgo respectivamente, motivados por el rumor de que las víctimas eran supuestos robachicos. Los linchamientos son originados por faltas o delitos reales o imaginados. Según lo que yo he podido analizar, el porcentaje de casos motivados por rumores es menor al porcentaje de casos causados porque se encuentra a las víctimas delinquiendo en flagrancia. Sin embargo, los casos de la semana pasada han recibido especial atención, además de porque hubo víctimas mortales –y cuando no hay personas muertas, los medios no prestan tanto interés-, por el hecho de que coincide con una ola de noticias falsas viralizadas en redes sociales acerca de supuestos robos de niños. Esta ola ha alcanzado una dimensión casi nacional y merecería ser mucho mejor investigada no sólo desde el punto de vista legal-penal, sino también desde el punto de vista mediático-académico. Que yo recuerde, en México es prácticamente la primera vez que asistimos a un fenómeno similar, donde las redes sociales viralizan y extienden a nivel casi nacional información falsa que provoca más de un linchamiento, a diferencia de países como India, donde el uso de redes sociales para incitar linchamientos es un hecho tristemente común. En esta nota no voy a centrarme en esta dimensión del fenómeno, pero quiero dejar apuntado que efectivamente las redes sociales ahora han jugado un papel protagónico al contribuir a la generación de pánico o psicosis colectiva, pero que de ninguna manera el fenómeno de los linchamientos en México se agota ahí. La causa profunda no se halla en la difusión electrónica noticias falsas.
            Los linchamientos en México son de diferentes tipos. De manera general y considerando el actor colectivo que los protagonizan, son colectividades donde sus miembros son parte una misma comunidad o son colectividades que se forman espontáneamente y se disuelven inmediatamente después de perpetrado el acto. En el primer caso, estas colectividades habitan en diversos contextos: pueblos rurales, semi rurales o urbanos, así como colonias y barrios urbanos. En el segundo caso, las colectividades que se forman tienen la característica de que sus miembros temporales no se conocen ni tienen vínculo alguno. Como vemos, los dos linchamientos ocurridos la semana pasada, en la comunidad de San Vicente Boquerón (Acatlán de Osorio, Puebla) y en el pueblo de Santa Ana Ahuehuepan (Tula de Allende, Hidalgo), corresponden al primer tipo de linchamientos.
            El caso de San Vicente Boquerón llama particularmente la atención porque se sitúa en Puebla, que es una entidad que desde hace varios años registra un muy alto índice de linchamientos y que en tiempos más recientes son parte del tétrico paisaje de criminalidad y violencias que asola a esa entidad –feminicidios, huachicol, delitos de alto impacto (homicidios, secuestro, extorsión, robos con violencia, violación, etc.)-. Haya o no víctimas mortales, todo linchamiento es grave, sin embargo, los linchamientos espontáneos que muy frecuentemente se registran en varios puntos de la geografía urbana del centro del país no generan el grado de interés y crispación social que suscitan los casos como el de Puebla. Incluso, comparado con el caso de Hidalgo, en estos días el primero ha recibido mucha mayor atención mediática, consternación y condena; es posible que en parte el tema que referí al principio, del papel de las redes sociales, propicie mayor sensibilidad, pero lo cierto es que estos linchamientos han venido ocurriendo desde hace tiempo, que no son nuevos y no tienen nada de “inexplicable” ni pueden ser reducidos al momento de máximo paroxismo.
            En los últimos veinte años, la mayor parte de los pueblos que protagonizan linchamientos padecen un alarmante proceso de despojo de tierras, bienes y recursos naturales, de invasión de territorios, así como de un crecimiento agudo de la inseguridad y el crimen, todo ello frente a un aparato de justicia francamente omiso e inoperante. Tan solo en Puebla en lo que va del año, según cifras del secretario general de Gobierno, ha habido 146 episodios de linchamiento, en los que ha habido 15 víctimas mortales y 201 personas rescatadas. Por más que se diseñen y con suerte se implementen “protocolos” de seguridad específicos para atender estas emergencias, lo cierto es que el fenómeno no cesa y no existe ningún tipo de estrategia de prevención y atención en las regiones o entidades afectadas por este fenómeno. Mención particular merecen las declaraciones enmarañadas del presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos: “Esto no es justicia, esa es barbarie y hay que sancionar a quienes incitan e impulsan este tipo de soluciones. Pero también hay que corregir las debilidades institucionales. (…) [La desesperación] no puede llevar al extremo de hacer justicia por propia mano, porque vamos a caer en estado selvático, en donde lo que impere es quién puede más. Tenemos que darle a la sociedad, a esa sociedad indignada porque no hay procuración de justicia, respuesta fortaleciendo a las instituciones, pero tenemos que dar garantías a la ciudadanía de que mañana ninguno de nosotros puede ser confundido en una justicia malamente llamada justicia por propia mano.” ¿Qué es exactamente lo que la CNDH y las comisiones estatales han hecho ante este fenómeno; qué acciones preventivas y de pedagogía social han promovido con las autoridades gubernamentales y judiciales ante los altos índices de linchamientos –y de otras formas de justicia por mano propia- que tenemos en la actualidad?
Lo que vemos es que hay nula claridad institucional de qué hacer al tiempo que es urgente la comprensión de este fenómeno. Calificar a la gente como salvaje, enferma o loca no ayuda absolutamente en nada. Linchar a los linchadores poco contribuye a entender, prevenir y educar. Los agravios históricos y recientes cometidos en prejuicio de los habitantes de estos pueblos necesitan ser considerados y analizados como parte del contexto de los linchamientos que, huelga repetirlo, no son usos y costumbres, sino efectos de las múltiples violencias que se sufren en estos lugares. A unos días de que se cumplan 50 años del fatidíco y famoso linchamiento de Canoa, precisamente en Puebla, resulta preocupante primero, que ese caso sea el único referente para entender los linchamientos actuales, y segundo, que se repitan insistentemente las nociones de salvaje, barbarie y demás para caracterizarlos. Los habitantes de estos pueblos no son animales, ni son humanos evolutivamente inferiores, ni son salvajes; son actores colectivos que asombrosamente sobreviven en medio de condiciones de marginación criminales. San Vicente Boquerón es parte del municipio de Acatlán de Osorio, ubicado en la región mixteca del estado de Puebla y que ocupa el sexto lugar en la lista de receptores de remesas. Pese a los altos índices de pobreza, analfabetismo, malas condiciones de salud y desnutrición, desempleo y violencia, los mixtecos de Puebla buscan la manera de sostenerse mediante su intenso trabajo fuera del país. Son poseedores de una cultura rica y ancestral y mantienen, pese a todo, formas de organización comunitaria de las que se necesitaría echar mano para atender este problema.
Los culpables de los linchamientos deben ser enjuiciados, sí, pero esto no va a ser suficiente si las autoridades no piensan en acciones de pedagogía social, especialmente para los más jóvenes, y en mecanismos de resolución de conflictos y de mitigación de la violencia a partir de procesos comunitarios basados en su historia y experiencia. El dolor y la atrocidad pueden ser procesados y encausados mediante ejercicios sociales de escucha, reparación y perdón. Los linchamientos no son un problema de “otros”, de los otros lejanos y desconocidos, sino un problema nacional que nos atañe a todos.

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